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miércoles, 22 de marzo de 2017

RELATOS DE HÉNDER, Libro 10 (A Sirtis) parte 2

Y acaba esta visita a Sirtis, tras conocer 
el templo de los cuatro elementos, 
una cuenta cuentos y un poeta





 


A SIRTIS parte 2



Y, guiados por él, penetraron en el edificio. Allí las columnas y los arcos eran mucho más altos que en el Palacio y se perdían en la altura. En los cuatro brazos que formaban el templo se mostraba una representación de esos elementos que había mencionado Alkalá. 
Estaban orientados de tal manera que el brazo o nave primera, que encontraron al frente, miraba al Norte y, en él, una esfera de mármol pulido y brillante, flotaba ingrávida. Alkalá les explicó:
- El aire, ese elemento tan sutil y tan potente a un tiempo, es el que mantiene en equilibrio esa esfera. Si pudiéramos acercarnos más, ni tan siquiera podríamos ver, aunque existen, los torbellinos que forma esa columna invisible que la sostiene, como nos sostiene a todos los que precisamos de él para sobrevivir, aunque también puede destruirnos si actúa violentamente. Hay huracanes, tifones, tornados,… que no es la misma cosa que la suave brisa marina que empuja las velas o el aire que ahora mismo estamos respirando.
En el brazo Este, una esfera de hierro flotaba también ingrávida pero, en este caso, sí que se podía ver un potente chorro de agua que luego caía pulverizada como una leve cortina.
- El agua también presenta esa dualidad extrema y, tanto puede darnos y conservarnos la vida, como nos puede destruir. Me imagino que tú, Fan, debiste padecer la privación de agua en el desierto cuando te encontrabas secuestrado. También habéis podido ver el poder del agua, junto con el viento, en aquella ocasión en que ibais navegando y también al pie de aquella cascada del Muro que da lugar a nuestro río y nuestras fuentes.
En el brazo Oeste se podía ver una esfera de un producto desconocido flotando ingrávida, pero ahí también era evidente que una llama fulgurante y chisporroteante la mantenía en alto.
- Eso que veis flotar es una esfera de una porcelana grafítica especial, de la que se fabrican los crisoles. El fuego es eso que nos calienta cuando hace frío, cocina nuestros alimentos, alegra una velada, tanto contemplando las llamas del hogar como en una buena fogata en la montaña, es el reflejo en la tierra de ese Sol que nos ilumina y nos calienta, pero también presenta esa dualidad, te da vida o te mata. Creo que no hace falta explicaros las consecuencias de un incendio doméstico o forestal. 
En el brazo o nave Sur no había esfera alguna. La calma era absoluta. Sólo se veía una acumulación cónica de tierra, parecida a aquella montaña que vieran en Cipán y además estaba cubierta de plantas verdes. De momento no pasaba nada pero, conforme observaban, la tierra se comenzó a agitar, se agrietaba y se producían profundos surcos, mientras el vértice del cono se abría y comenzaba a arrojar una masa fluida y ardiente que calcinaba todo a su paso y descendía a lo largo del perímetro de aquel cono. Finalmente se apagaba todo, las grietas quedaban obturadas y volvía a verse aquella montaña cónica que se volvía a cubrir, poco a poco, de plantas verdes.
- La tierra, esa cosa inerte que nos soporta, a la que pisamos sin el menor respeto, que da vida a las plantas como vuestra amiga Esmeralda y que nos acaba dando vida a todos, presenta también esa misma cualidad, te acoge y te soporta vivo y te acoge también cuando ya no alientas; pero, también, cuando se estremece, acaba con todo aquello a lo que servía de soporte y de sustento.
Salieron abrumados de aquel lugar que era templo, escuela de sabiduría u objeto de reflexión. El sol del mediodía les devolvió a una realidad cotidiana y rutinaria. No se preocuparon por pisar el suelo o respirar el aire, pero se sintieron más respetuosos con la Naturaleza y con todas las gentes con las que se cruzaban. Por otra parte, antes de que Alkalá dijera nada, sintieron que ya era hora de comer algo.
- Venid que os llevaré a un sitio que cocinan como lo hacía mi santa madre – dijo.
Y les condujo a un local con una sala enorme, llena de mesas redondas y bajos taburetes en los que una muchedumbre charlaba animadamente, mientras degustaban las especialidades de la casa. No parecía que hubiera mesas libres, pero a Alkalá le consiguieron una en un reservado.
Sin duda era un cliente importante y asíduo.
Y les sirvieron verduras y carnes, cocinadas de tal manera que se podían apreciar  todos y cada uno de los sabores, cada uno de los matices. Sabiamente condimentadas, con tal delicadeza que las especias no enmascaraban los sabores, sino que los realzaban sutilmente hasta límites inimaginables. Ellos; que habían probado las delicias frutales de Alandia, las exóticas de Cipán y Los Telares, los pescados y mariscos de Puerto Fin,… acabaron reconociendo que allí habían sabido extraer las esencias de las materias primas y las habían realzado magistralmente.
Era media tarde cuando salieron, tras tomar un té abrasador, pero que les hizo sentir el fresco de una mañana primaveral.
Alkalá les llevó hacia el puerto. Un puerto como el de Los Telares, pero sin el agobio de allá. Los trabajos se desarrollaban con parsimonia, pero con gran precisión. El puerto era muchas veces mayor que el de Puerto Fin; y, tras ver el de Los Telares, el de Cipán y el de Sirtis, aquél no dejaba de ser un insignificante embarcadero. En este lugar predominaban las barcas de pesca, como en Puerto Fin, pero muchas más, y también atracaban barcos procedentes de Los Telares y de Cipán. Era un puerto con buena actividad comercial con los occidentales, pero preferentemente pesquero, aunque sus pescadores no se alejaban demasiado de allí, lo justo para encontrar los bancos de peces que les servían de sustento, para la población de Sirtis y para exportar a los occidentales.
- Nuestros pescadores no se aventuran más allá de la vista de la costa – dijo Alkalá
- ¿Y no han explorado hacia el norte? - preguntó Fan.
- No. Algunos lo han intentado, pero han regresado diciendo que no hay más que altísimos acantilados infranqueables, arrecifes y rompientes y ninguna cala donde poder refugiarse, de modo que nadie ha vuelto a perder el tiempo intentándolo.
 - Veo que vienen barcos de los occidentales. Bueno vosotros también lo sois, pero me refiero a Cipán y Los Telares. ¿Qué es lo que vienen buscando? - preguntó Merto.
- Aquí podemos intercambiar verduras, corderos, pescado y, sobre todo artesanía de cuero, calzado y otros, oro y plata repujados,… más o menos lo que nuestras caravanas llevan a Alandia, aunque allí no llevamos productos perecederos, pero también llevamos productos de Cipán y Los Telares, porque por mar no suelen llegarles con frecuencia suficiente y nuestras caravanas lo suplen. A cambio traemos de Alandia, para la Isla Imperial, conservas frutales y esencias, muy apreciadas allí aún siendo una isla de frutos y flores.
A Fan le parecía como si las artes, al contrario que en Cipán, no fueran allí especialmente cultivadas, pero no era totalmente cierto. Algo era apreciado por las clases populares, aunque más entre gentes pudientes. Solían disfrutar con las danzas y las músicas y tenían instrumentos originales que él nunca había visto ni escuchado, no tan raros como aquellos del parque de Cipán, pero a él le sonaban igual de extraños.
Otras artes como el teatro, la pintura y la escultura no tenían público, aunque siempre había espíritus inquietos que las practicaban.
- He oído decir – comentó Fan – que sois dados a los cuentos y relatos de magia y fantasía y que aquí cultiváis especialmente ese género literario. Además en Aste tengo libros que relatan aventuras fantásticas, aunque a veces me cuesta convencer a Merto de que son puramente imaginarias y, por lo que veo, en sus ambientes retratan bastante esta ciudad.
- Así es, y esta noche os llevaré a un lugar en el que podréis comprobarlo.

Y esa noche les condujo a un local amplio, cubierto de alfombras sobre las que se acomodaba un público, callado y quieto, esperando que comenzara su relato la persona que ocupaba el centro, reposando sobre mullidos almohadones. Se trataba de una joven que, oculta, parcialmente irreconocible, bajo unos velos de colorida seda, comenzó a contar con voz queda, aunque claramente audible:
- En la antigua y esplendorosa ciudad de Sarfán, corte del poderoso Sultán Agrigerio Tercero, hijo de Andris y de Emfelia, de los que ya os relaté ayer sus desgraciados amores, vivía un poderoso y rico comerciante de alfombras, que nadaba en la abundancia, pero no era feliz. Había comprobado que la riqueza, las posesiones, todo aquello exterior a uno no la daba; y no sabía por qué, puesto que vivía en una posición desahogada y sin problemas pero, cuanto más desahogado vivía y menos problemas tenía más infelicidad sentía. Lo que no sabía es que la felicidad reside dentro de uno mismo y que se materializa en la medida que la dejas aflorar en forma de amor, entrega, generosidad, altruismo, hospitalidad, optimismo,… todas aquellas actitudes positivas que tantas veces os he resaltado en mis relatos y que no me cansaré de hacerlo. Pero hoy no vamos a contar cosas de él, sino de un simple perro abandonado y de lo que le aconteció. Se llamaba Sultán, aunque sin ánimo de ofender a la egregia persona. Se llamaba así porque así le puso su amo cuando lo compró para su hijo pequeño, como un regalo, como si un ser vivo fuera un objeto. Y de hecho así le trataban, salvo el niño, que pronto intimó con Sultán y jugaba con él. El padre, aquel rico mercader, pronto sintió que Sultán comenzaba a ser un estorbo. Tenía, porque se lo podía permitir, un sirviente que se ocupaba de sacarlo a pasear y a hacer sus necesidades, aunque no ejercicio, también quien se encargaba de su agua y su alimento, de modo que no se comprende cómo podía considerarlo un estorbo si él no se ocupaba en absoluto de nada. Pero, aparte de corretear por todas partes, para ejercitarse, jugar con el niño, romper entre los dos alguna cosa durante los juegos, escarbar en su alfombra favorita, restarle protagonismo en el cariño de su hijo, cruzarse entre los pies cuando llegaba a casa y saltar alegre y atropelladamente a su alrededor, todas actividades molestas para él, no le veía ningún beneficio inmediato por su presencia y decidió abandonarlo bien lejos.
Encargó a uno de sus sirvientes que se lo llevara lo más lejos que pudiera y lo perdiera. No sabía que los perros tienen un gran sentido de la orientación y acabó regresando en poco tiempo, aunque hambriento, sediento, sucio y agotado, pero era recibido con grandes muestras de cariño por el niño. Y eso al padre aún le molestaba más y, tras castigar severamente al criado por no haberlo dejado lo bastante lejos, le enviaba de nuevo al destierro. Y regresaba nuevamente repitiéndose la escena una y otra vez.
Los perros no son tontos, saben donde hay cariño y donde no, y si regresaba era por el pequeño, pero no por su padre, ni por el pienso, ni por nada ni nadie más en aquella casa.
Pero cierta vez, cuando ya regresaba del último abandono, una vez en que más parecía la sombra de un perro, cuando ya era sólo piel y huesos, al borde del camino, en pleno desierto en el que le habían dejado, le recogió un arriero que se dirigía a Alandia en una destartalada carreta tirada por un viejo búfalo, casi tan comatoso como Sultán.

Le tomó en brazos y le subió a la carreta, le puso una escudilla con agua que vació ávidamente, así como un cuenco con algo de pan duro y parte de su menguada comida, que Sultán apreció más que los manjares que le servían en casa de su amo.
Así pasaron los días de travesía por el desierto y se fue recuperando de tal modo que, cuando llegaron a Alandia, a la explanada de las caravanas, ya parecía un perro normal, sin rastro de las penurias que había pasado.
Sultán hubiera regresado a Sarfán, los perros tienen esa poderosa fidelidad, pero ahora aún era más difícil. El desierto suponía una barrera infranqueable, tenía una deuda de gratitud con el arriero que le había salvado la vida y además, sabía perfectamente que en aquella casa, salvo el niño, no se le quería ni sería bien recibido. De modo que decidió servir a su nuevo amo, Rashid, puesto que como amo él ya le había adoptado.

De todos es sabido que en Alandia no hay delincuentes, salvo en una ocasión que ya os conté no hace mucho, por lo que no era necesario vigilar las carretas ni las mercancías. No serviría de nada hacer de perro guardián, pero sí serviría de algo ejercitar los pequeños trucos que le había enseñado su pequeño amo cuando aún vivía en Sarfán. De modo que, aprovechando la aglomeración de gentes en el mercadillo que tenía lugar en la explanada, tomó un cuenco de la carreta, lo depositó en el suelo y comenzó a hacer volteretas, andar en dos patas, tanto las traseras como las delanteras, a hacerse el muerto, a dar la mano, sostener algo en equilibrio sobre el morro,… y la gente, admirada por las habilidades de aquel chucho, echaba unas monedas en el cuenco. Además corrió la voz y en los días sucesivos aquello era un espectáculo al que acudía toda la ciudad, un espectáculo que Sultán adornaba con nuevos trucos que se iba inventando sobre la marcha.
Rashid juntó una buena cantidad de dinero, gracias a Sultán, que le permitió vender la vieja carreta y el decrépito búfalo y comprar otros mejores, aparte de cargar más provisiones, conservas y esencias de Alandia para vender en Sarfán. Y acabaron regresando a la capital del poderoso Sultán Agrigerio Tercero, hijo de Andris y de Emfelia.

Allí Rashid y Sultán fueron felices juntos, con algún que otro pequeño viaje comercial a Alandia y alguna actuación aquí y allá que les permitieron vivir desahogadamente, aunque sin lujos, y vivir felices el resto de sus días. Porque la felicidad reside dentro de uno mismo y se materializa en la medida que la dejas aflorar en forma de amor, entrega, generosidad, altruismo, hospitalidad, optimismo… todas aquellas actitudes positivas, que a ambos les sobraban, que tantas veces os he resaltado en mis relatos y que no me cansaré de hacerlo.
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Alkalá les llevó en los siguientes días a los espectáculos musicales privados y de danzas occidentales, aunque no tenían mucho que ver con lo que representaban en aquel parque de la Ciudad Imperial de Cipán, pero también les acompañó a una mísera calle en las afueras.
- Este es el mayor poeta de Sirtis, pero Gibraín no quiere abandonar su casa y vivir en condiciones más adecuadas. Yo lo he intentado varias veces, incluso llevarlo a mi casa, pero él se niega.
Y allí estaba, sentado sobre una estera en el frío suelo, les saludó y se encerró nuevamente en su mutismo reflexivo.
Los tres se sentaron frente a él y se quedaron mirándolo en un silencio reverencial. Era un hombre enjuto, de facciones afiladas y mirada penetrante, tan penetrante que parecía atravesar el infinito, pero sentían como si él estuviera contemplando aquel infinito a través de todos y cada uno de ellos y, al mismo tiempo, escrutara sus pensamientos más íntimos.
Y dijo con una voz suave aunque penetrante:
Hay realidades en un breve sorbo,
sorbe la vida, pero con cuidado.
No hay que dejar que el sorbo sea tu estorbo,
sólo ha de ser tu guía y tu cayado.
La magia no es más viva que la vida,
el sentimiento ha de acabar con su misterio.
Deja a las alas mostrarte una salida
en alas de Aventura y de su imperio.

Y el silencio descendió sobre todos ellos, un silencio lleno de voces, de preguntas sin respuesta y de respuestas sin pregunta, un silencio a gritos en aquella mirada clavada en el infinito
Todos quedaron muy intrigados con aquel mensaje misterioso e indescifrable, sólo Fan creyó captar algo en aquellos versos y procuró memorizarlos.
Aquella noche Fan y Merto cambiaron impresiones antes de retirarse a dormir.
- Creo que aquí ya no hay nada nuevo que ver – dijo Merto.
- Ya estamos siendo una carga para nuestro amigo. Está abandonando sus asuntos y, para él, eso es algo muy importante.
- Pues habrá que marcharse, pero a ver cómo se lo decimos.
-Mañana lo haré. Le diré que nuestras Joyas necesitan algo de actividad y aquí no pueden hacerlo. La verdad es que esta especie de reclusión no creo que les vaya bien.

De modo que, a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, dijo Fan.
- Amigo: te estamos muy agradecidos por tus atenciones y encantados por todo lo que nos has mostrado en tu ciudad, pero creo que se acerca la hora de partir. Podría decirte que ya estamos deseosos de nuevas aventuras, y no te mentiría aunque aquí estamos muy bien, tratados a cuerpo de rey, y esta vez uso esa expresión con razón; pero nuestros amigos, las Joyas, necesitan espacios más amplios que tu huerto, por grande que sea, y poder correr y volar sin tener que ocultarse a miradas indiscretas. Te agradecemos mucho, repito, tus atenciones y tu hospitalidad, pero creemos que ya ha llegado el momento y hemos de marchar.
   - Y lo sentiré mucho, pero no seré un estorbo en vuestro camino ni en vuestras futuras aventuras. Estos días han sido los mejores que he pasado en muchos años y, si no fuera por mi edad y las obligaciones, no dudaría en acompañaros. Debe ser apasionante vivir las cosas que habéis vivido y las que aún os quedan por vivir. Marchad, pues, cuando creáis oportuno, pero no olvidéis que aquí tenéis vuestra casa.
    Y prepararon la marcha. ¿A dónde irían? ¿Regresarían a Aste? Fan estaba preocupado por lo que pudiera pasar allá en su ausencia, pero pensaba que ya habrían aprendido la lección la vez anterior y que no haría falta dejar que, lo que pudiera ver con el sicuor, fuera un estorbo en sus próximos pasos, aunque podría usarlo como apoyo o cayado, tal como dijo el poeta. Así que esa noche, en la soledad de su alcoba, se dio una vuelta por Aste y comprobó que todo estaba bien. No quería indagar más, ni tan siquiera sobre lo que les podría esperar en el futuro, aunque algo ya había visto antes.
   A la mañana siguiente decidieron explorar la costa, desde donde los pescadores de Sirtis habían abandonado.






EN ROCA VIVA parte 1

el próximo jueves

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