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martes, 19 de julio de 2016

PIRATAS DE BARBADOS. Cap 8.- Al mando de Patacorta

En este capítulo vamos a hacer un flashback en donde conoceremos las causas de la inquina de Barbanada, Big y seis de sus compañeros respecto a Patacorta y las penurias que pasaron en su juventud.
También descubriremos quienes fueron los pioneros de una práctica tan natural hoy en día como es el nudismo.




8.- AL MANDO DE PATACORTA

La animadversión entre Patacorta y los tripulantes de El Bergante venía de muy lejos. Venía de los tiempos en que José Brown, al que llamaron luego Barbanada, y Bull Big, eran jóvenes, con deseos de aventura y andaban buscando algún barco para enrolarse. Se habían conocido en una taberna de Sandy Bay, un lugar en donde acudían aquellos que buscaban trabajo, y se cayeron bien mutuamente desde el primer momento.
Dos amigos tan diferentes y por ello tan complementarios. El uno era el paradigma de la fuerza y el otro de la inteligencia. Ello no quiere decir que el otro careciera de fuerza: en uno dominaba la potencia y en el otro la técnica. Tampoco quiere decir que el otro estuviera privado de inteligencia, sino que lo que en uno era el impulso, en el otro era la reflexión.
Ambos eran jóvenes, con una educación y una formación alta para aquellos tiempos que corrían, y sentían un gran respeto por la vida ajena y aún más por la propia. Pero tuvieron la desgracia de llegar a Port Royal y enrolarse en “El Papagayo”, un viejo cascarón corsario al mando de August Harris al que llamaban Patacorta. Se comentaba que aquel pecio no aguantaría dos travesías más, y es por ello que Patacorta había encargado la construcción de un bergantín dotado con los últimos cañones y adelantos.
José Brown y Bull Big habían visto el armazón de la quilla en el astillero e imaginaron, con razón, que sería una belleza de barco. Ambos soñaron, desde ese preciso instante, en qué debía sentirse si ellos tuvieran la suerte de poder pilotar aquel bajel.
Pues, como decíamos, ellos y otros jóvenes incautos se habían enrolado en El Papagayo y el Capitán Patacorta tenía que partir pronto en busca de una nueva presa a fin de poder pagar al Almirantazgo su porcentaje del corso para la protección o la pasividad de su flota, así como afrontar los primeros pagos de su nueva nave en construcción, aunque pasaría aún mucho tiempo en acabar de pagarla y poderla hacer al agua.
Un día, bien de mañana, El Papagayo se hizo a la mar. Cada cual empleó sus mejores cualidades: Bull Big su poderosa fuerza y José Brown su mente despierta y su ingenio.
A los pocos días avistaron una nave de carga, pero la tuvieron que dejar marchar porque enarbolaba bandera inglesa.
La travesía se estaba haciendo monótona y el viento en calma provocaba en unos el abatimiento y en otros la belicosidad. Hasta que el vigía avisó de la presencia de una carraca española y solitaria. El Capitán ordenó soltar todo el trapo y, aún con aquella leve brisa, casi imperceptible, le dio alcance en poco tiempo sin darle oportunidad de escapar.
Antes de abordarla, ordenó largar un cañonazo de aviso que no tuvo respuesta alguna y, al poco, la carraca arrió el pabellón en señal de rendición, siendo abordada sin resistencia.
Patacorta hizo revisar todo el barco y encontraron sólo una carga menguada de cereal, algodón, y pescado en salazón, pero nada de oro y joyas. Esto le encolerizó, hizo acarrear a los propios tripulantes de la carraca todo aquello que tuviera algo de valor a las bodegas de El Papagayo, y luego ordenó a su gente que los arrojaran a todos por la borda como pasto de los tiburones y que luego le prendieran fuego al barco.
- Yo no soy un verdugo - saltó Big
José se puso de su parte
- Podemos ser ladrones, piratas, corsarios, filibusteros… o lo que sea, pero no somos asesinos
La verdad es que en su vida jamás habían matado a nadie: Big los ponía a dormir con un solo golpe de sus fuertes puños, y José sabía golpear en unos puntos del cuello y quedaban fulminados, pero vivos.
Aquella insubordinación provocó las iras de Patacorta y a punto estuvo de ordenar que los echaran por la borda a ellos también; aunque, con una sonrisa malévola, acabó diciendo:
- ¿De modo que queréis proteger a esta escoria?. Pensaba tiraros también a los tiburones, pero eso sería una muerte muy rápida, de modo que vamos a hacer algo mejor y más lento.
Conocía muy cerca de allí una pequeña isla que, como mucho, podría sustentar a dos personas. Ya se los imaginaba, y se regodeaba con ello, comiéndose los unos a los otros.
Desembarcó en aquella isla a los seis tripulantes de la carraca que quedaban vivos y a sus dos defensores. Sin armas ni provisiones, sólo con lo puesto les dejó, y partió en busca de una presa mejor.
Lo primero que hicieron, por indicación de José, fue recorrer toda la isla en busca de recursos y refugio. En la parte norte encontraron al pie de una pequeña montaña pelada, que en tiempos debió ser un volcán, un manantial que podía ser suficiente para no morir de sed.
La vegetación se reducía a unos cuantos cocoteros y unos mangles, pero había también unos arbustos con unas pequeñas bayas rojas y Doug Adams, el cocinero de la carraca, los identificó como comestibles. De todos modos, con unos cuantos cocos y unas bayas no tenían ni para una semana y no sabían cuanto tiempo les tocaría permanecer allí.
Justo donde se encontraban los cocoteros había una playa de arena suave en la que descubrieron algunos moluscos, y pensaron que podrían conseguir también algo de pesca, siempre que no hubiera tiburones por allí cerca.
Aparte de las provisiones y el agua, lo primero era conseguir armas o algo parecido, también un refugio o resguardo, aunque esto último no era tan imprescindible en aquel clima tropical. Como mucho podrían apañarse con unos sombrajos para protegerse del sol.
No tenían ni un mísero cuchillo para cortar ramas y hacer algún arpón para pescar y, aunque aquellos arbustos de las bayas tenían unos tallos largos, rectos y fuertes, lo difícil sería hacerles punta. Cortarlos no fue un gran problema, Big tronchó unos cuantos y, por la parte de la fractura, quedaban unos picos astillosos y punzantes que podrían atravesar perfectamente a cualquier pez, de modo que probaron de arponear alguno con éxito variable.
Poco a poco se fueron acomodando y consiguiendo pesca. En las orillas y en la playa había restos de maderas arrastradas por la resaca, las sacaron para que se secaran al sol y apilaron un buen montón. Buscaron por toda la isla cualquier cosa que pudiera arder: troncos caídos, ramas, hojas de cocotero, cocos secos, matorrales... y lo apilaron también. Con aquello tendrían para mantener un pequeño fuego por bastante tiempo y para cocinar el pescado.
Por lo que respecta a los cocos, uno de los tripulantes salvados, llamado Jack Spider , que tenía la habilidad de trepar como una araña, se encargaba de proporcionarles su agua y su carne. Las cáscaras, una vez secas, resultaron un buen material de combustión lenta para mantener el fuego durante mucho tiempo como si fuera carbón, aparte de servir como cuencos a falta de otro tipo de vajilla. También algunas conchas de moluscos les sirvieron de cubiertos.
Pasaban los días y parecía que la colonia podría subsistir así mucho tiempo, aunque no se perdía la esperanza de avistar alguna embarcación y hacerle señales. Para eso, el marinero Spider trepaba a menudo al cocotero más alto y oteaba el horizonte, aunque sin resultados.
También habían apilado, en lo alto de aquella pequeña montaña, unos cuantos haces de matorrales y hojas de cocotero para hacer una señal de humo en cuanto se avistara algo.
Pero los días pasaban y las ropas comenzaban a deteriorarse con el uso. José tuvo una idea que fue sometida a votación y aprobada por mayoría. Sólo dos fueron reacios, por vergüenza de su figura o constitución física; pero, a fin de cuentas, ya se habían visto así muchas veces al bañarse o pescar. Toda la ropa se lavó, secó y guardó cuidadosamente para conservarla lo mejor posible hasta el momento en que alguien llegara a rescatarlos.
Y así nació, en una pequeña isla del Caribe, en una playa paradisíaca, la primera comunidad de personas desprovistas de prenda alguna de ropa y también de cualquier clase de calzado.
Algunos, por vergüenza, habían comenzado a usar unas hojas grandes como taparrabos; pero, al poco, dejaron de usarlos por su incomodidad y porque todo aquello comenzaba a resultar de lo más natural.
Pasaron seis meses hasta que Spider divisó una vela en el horizonte. No es que tuvieran un calendario ni que la medición del tiempo les resultara vital, pero José se había preocupado de llevar la cuenta.
Tan pronto avisó el vigía, salieron todos corriendo a lo alto de la montaña con unas ramas encendidas y prendieron fuego a la hoguera. Un denso humo blanco brotó de aquellos matorrales y hojas y no dejó de ser advertido por la nave que Spider había avizorado.
- Hay humo en aquella montaña – gritó el vigía
- Parece un volcán – dijo el segundo de a bordo – será mejor no acercarse a esa isla
- No sé – respondió el capitán – a mí me parece el humo de una fogata. Será mejor investigarlo. De cualquier modo, si es un nuevo volcán, seremos los primeros en descubrirlo y divulgarlo. ¡Pronto! ¡El catalejo!
- Aquí lo tiene, mi Capitán
- ¡Contramaestre! Eche un vistazo e informe.
- ¡Santo Dios! ¡Están en pelotas! ¡Cielo santo!
- ¿Qué ha bebido Manfred?
- Nada, mi Capitán, pero allá, en lo alto hay un grupo de gente desnuda saltando en torno a una hoguera.
- A ver, a ver… páseme el catalejo, porque me parece que se le ha ido la mano con el ron.
- Ahí va, mi Capitán, pero le juro que no he bebido nada
- ¡Santo Dios! ¡Sí! ¡Santo Dios!, tiene razón Manfred, y parece que hacen señas. ¿Será acaso una danza ritual?
- Yo no me fiaría, mi Capitán. Igual hacen como las sirenas para atraer a los marineros y … ¡zás!
- No se preocupe, su retaguardia está bien segura, yo más bien creería que es una petición de auxilio. ¡Timonel! ¡rumbo a esa isla!
- No, mi Capitán, yo no me fiaría. ¿Y si luego…?
- No sea usted tan pusilánime Manfred, ya verá como no nos hacen nada, aunque a alguno que yo me sé de la tripulación no le importaría.
Y “Le Tulip” puso rumbo a la isla desconocida sin temor alguno a aquellos extraños indígenas.
Tan pronto vieron que cambiaba de rumbo y se aproximaba, bajaron corriendo a vestirse. Al principio se hicieron un lío con las ropas; salvo las de Big que, por su tamaño, eran inconfundibles.
Todos, una vez vestidos y calzados, se acercaron a la playa en el momento en que arribaba una lancha de la nave que quedó fondeada lejos. Llevaba bandera holandesa, pero a ellos les hubiera dado igual cualquier bandera, incluso la pirata, salvo la de Patacorta.
Aquel barco iba en dirección a Belice y todos fueron muy bien acogidos a bordo. Además, mientras relataban sus peripecias, pudieron comer otras cosas, algo muy diferente del pescado, cocos y bayas que durante tantos meses había sido su única dieta. También pudieron, después de mucho tiempo, volver a echar algún trago de ron, con permiso de Manfred.

Y LA PRÓXIMA SEMANA

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