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sábado, 7 de marzo de 2015

EL DÍA EN QUE YO MUERA un relato de Belén Villalba



Con este relato de Belén Villalba doy remate a los que tenía en la web. Éste será el último que publique - no tengo más - a no ser que alguien me envíe alguno nuevo.





EL DÍA EN QUE YO MUERA


" El día en que yo muera no quiero flores ni sepelio, que nadie llore por mí".
Era su mejor frase, quizá por el misterioso sinsentido que Él tenía de la vida.
A decir verdad, todo Él era un misterio; su extremada delgadez permitía reconocer uno a uno todos los huesos de su cuerpo siempre cubierto con peculiares ropajes negros propios del siglo anterior. Su pelo, negro como el azabache y largo como la crin de un caballo al viento.
No obstante, lo que más llamaba la atención eran esos ojos negros tan profundos y penetrantes con los que analizaba hasta el más mínimo detalle de todo cuanto observaba; y cómo no, su inexplicable trascendentalismo. Hablaba como un auténtico orador. Sus palabras estaban cargadas de un colosal magnetismo nada terrenal, algo que escapaba a la comprensión humana sin su ayuda.

Para Él la vida era como un tren que parte de una estación, y sigue vagando por tortuosos caminos hasta llegar a su destino: la muerte, y a partir de ahí volver a empezar, tomar otro tren y otro; estaba totalmente convencido de la inmortalidad del alma.
Recuerdo como si fuera ayer mismo una de las últimas noches que pasó con nosotros.

Estábamos todos reunidos en el legendario "Cortijo de la Basilisa", un tremendo caserón incomunicado. Qué mejor sitio para tratar temas escabrosos que una antigua casa deshabitada.
Nos juntábamos allí todos los sábados por la noche para dialogar sobre el sentido de nuestras vidas, siempre guiados por Él, nuestro maestro.
El lugar elegido, el salón. Este habitáculo estaba inundado de un tremendo misticismo. El mobiliario, prácticamente inexistente, consistía en un carcomido y chirriante juego de sillas, y una barra decorada con extraños dibujos que rozaban lo absurdo. Las paredes, decoradas con jeroglíficas pinturas carentes de significado, estaban cubiertas de ancestrales telarañas.
Aún cuando cierro los ojos puedo sentir aquél momento, todos sentados en los rancios aposentos. Sobre la barra, tres botellas semivacías de Jack Daniela, la luz de las velas proyectando extrañas sombras por toda la habitación, como si de pequeños duendes se tratasen, y la excepcional banda sonora que para nosotros había preparado la naturaleza con el terrible silbido del viento azotando la mansión. Dedicábamos parte del tiempo a escuchar sus susurros, intentando captar el mensaje que nos estaba recitando.

El recién llegado se introdujo en nuestra conversación, quizá olvidó que sólo hay que hablar cuando las palabras valgan más que el silencio; su peculiar sentido de la vida no tenía cabida en esa reunión en la que lo que menos importaba era el materialismo del que tanto alardeaba.
Todos abuchearon sus palabras menos Él; permaneció impasible con la mirada fija en la luz de las velas; bebió un trago, encendió un cigarrillo, y sin inmutarse ante las sandeces del recién llegado, como si de un profeta se tratase, le contestó:

" Nunca se acertará a entender el verdadero sentido de la vida si no conseguimos  entender primero a cuantos nos rodean. Verdaderamente nunca se llegará a entender por completo, porque nuestra vida es un sueño, y como tal no tiene principio ni fin, no posee trabas porque es irreal.
Es un juego que no hay que tomarse en serio, porque nunca saldremos, y cuando lo hagamos…
El día en que yo muera no quiero flores ni sepelio, que nade llore por mí, porque yo estaré con vosotros esperando a que os reunáis conmigo para jugar una nueva partida."
Bebió otro trago y siguió fumando. Ninguno habló y ninguno entendió lo que nos estaba diciendo.
Era un día cualquiera, de no sé qué mes, hace ya más de un año. Esa mañana una espesa capa de niebla cubría el valle del pueblo sobre el que volaba una tremenda bandada de cuervos como nunca antes ví; no era normal. Algo estaba sucediendo, algo que cambiaría mi vida para siempre.
Desayuné y salí camino del trabajo como solía hacer todos los días. Un extraño e indescriptible sentimiento me sobrecogió, hasta que una de esas tenebrosas aves se posó sobre mi hombro. Entonces todo cambió, sentí una extrema paz interior. No dejaba de escuchar una y otra vez la frase que Él tantas veces repitió: " El día en que yo muera no quiero flores ni sepelio, que nadie llore por mí".

Guiada por una fuerza sobrenatural comencé a caminar hacia la que fue su morada, trémula de lo que había sucedido.
La casa, levantada con multiformes piedras de grandes dimensiones constaba de tan sólo tres departamentos, suficientes para una persona que nunca recibiría a nadie a quien hospedar. En la cocina mugrienta colgaban arcaicos cazos de madera que Él mismo talló; había cientos de ellos, la mayoría carcomidos por el paso del tiempo y la falta de uso.
Un viejo hornillo hacía las veces de cocina y de brasero en los fríos días de invierno. Separada por una cortina roída por las ratas se encontraba la habitación, donde había un ancestral catre cubierto con una no menos ancestral colcha tejida con harapos. El mobiliario estaba tan desgastado como su cuerpo; únicamente había dos mesitas y un viejo armario del que no colgaba absolutamente nada. Al llegar a la puerta me detuve un instante, lo justo para que el animal, que en ningún momento se había separado de mí, desapareciese por los entresijos de la vivienda.

Atravesé el umbral y detecté un penetrante olor a azufre que se hacía más y más fuerte según me acercaba a su habitación. Allí estaba Él, postrado en el arcaico tarimón con los ojos hundidos, esos ojos que siempre me atravesaban hasta el pensamiento, ahora me miraban con tristeza y desesperación.
Caí de rodillas ante Él, suplicando que no me abandonara; tardé demasiado tiempo en darme cuenta de lo que realmente sentía; no era únicamente admiración, era amor, un amor infinito que nunca se manifestó en mí hasta ese momento. Mis ojos se humedecieron, y antes de caer la primera lágrima empezó a citarme su frase, una y otra vez, una y otra vez…

Esa pequeña porción de agua salina comenzó a resbalar por mi pálida mejilla, y justo cuando iba a hacer contacto con el suelo, una luz cegadora inundó toda la habitación, como si de un impresionante juego de fuegos artificiales se tratase. Me resultaba prácticamente imposible vislumbrar lo que estaba sucediendo, hasta que poco a poco la luz se fue disipando; realmente estaba siendo absorbida por algo que permanecía oculto al lado de Él.
Entonces surgió, de la nada, el cuervo que antes me había guiado hasta allí.

En una fracción de segundo, sin apenas darme tiempo a reaccionar, se lanzó en picado hacia Él y comenzó a devorarle las entrañas. Yo permanecí inmóvil ante el macabro espectáculo, estaba horrorizada, no pude gritar, pero sí Él; en una exhalación emitió un agudo y penetrante quejido que finalizó cuando la bestia, con todo el plumaje teñido de sangre desapareció llevando su corazón aún palpitante en el mortífero pico.
Allí estaba yo, en medio de esa terrible escena. La habitación se quedó en silencio, un silencio sepulcral, bañado de muerte.
Salí corriendo de ese infierno, estuve horas y horas dando vueltas como una loca.

Era incapaz de asimilar lo sucedido; era imposible, fuese donde fuese seguía oyendo sus agónicos alaridos.
Cuando recuperé la lucidez, regresé a mi casa; al llegar ví al animal esperándome en la puerta, no podía dar crédito a mis ojos, era como una pesadilla que no tenía final. Grité y grité pero nadie me oyó. No recuerdo el tiempo que duró esa agonía, pero sé que paró cuando pude mirarle a los ojos, ¡Dios!, era Él.

Sería imposible tratar de describir ese instante, ese sentimiento estremecedor. Levantó el vuelo y se dirigió hacia mí, pero a pesar de lo que le había visto hacer antes no tenía miedo, sabía que nada me podía suceder, Él nunca me haría daño; y así fue, se limitó a volar a mi alrededor para terminar posándose sobre mi hombro, como antes ya había hecho.
Volví a mirarle, consciente de que lo que me estaba sucediendo se escapaba de los límites de la naturaleza; era la innegable afirmación de que lo que nos había enseñado todas esas noches de tertulia no eran meras cavilaciones de un paranoico.
Cuando encontraron el cuerpo, nadie pudo dar jamás una explicación lógica de lo que había sucedido.
Siguiendo las instrucciones que Él tantas veces nos había dado en vida, le enterramos sin flores ni sepelio; nadie lloró por Él, al menos exteriormente.

Mientras el enterrador terminaba de colocar el último ladrillo, la lluvia no cesaba de azotar mi rostro descompuesto por el cansancio, el sufrimiento y, porqué negarlo, la impresión.
Tratar de buscar una explicación a lo que había sucedido sería difícil, pero tratar de buscar un sentimiento concreto sería imposible.
Podría ser tristeza, lo era; podría ser dolor, lo era; podría ser terror, sin duda también lo era.
Lo que allí sucedió ese día es algo que cambió mi vida para siempre, tanto que en mi corazón nunca dejará de llover, pero aunque sé que permanecerá a mi lado, será una lluvia de tristeza y dolor, una lluvia constante e interminable de lágrimas.

Yo era la única que sabía la verdad, su verdad.

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