LOS DÍAS QUE SE VAN
Son las dos de la madrugada y aquí
estoy, sentada frente a mi escritorio empuñando mi pluma y escribiendo
sinsentidos mientras dejo a Bach que corra por mis venas.
Estoy
en la ciudad; es inevitable no sentir nostalgia de mi pueblo que estando tan
lejos está tan cerca y estando tan cerca está muy lejos.
De
vez en cuando miro por la ventana y veo un sinfín de luces de color y de
tejados; pero son tejados inertes, carentes de cualquier atractivo o incentivo
que me aliente a pensar que tal vez pudiera haber un halo de esperanza para
poder ser feliz en esta jungla de asfalto.
Es
entonces, cuando la vida no da para más, el momento en que cierro los ojos y
siento en mi mente la brisa que tantas veces me llama cuando estoy en el valle
de Riópar. Y como si de un viaje astral se tratase, me encuentro en la terraza
de mi cortijo sintiendo cómo pasa el tiempo y la vida no sólo para mí, sino
también para mi montaña. Entonces, recordando todas esas noches que he
disfrutado en su compañía, escribo:
Alcé la vista al cielo,
Y ví una estrella mirando
Lo que aquí abajo pasaba:
Que mientras yo me muero,
La vida también va marchando
De mi querida montaña.
Ante mis pies descansa firme
El paraje que me da vida,
De aquí nunca querré irme,
De aquí, la montaña mía.
Vuelvo
a la ciudad, a la realidad de todos los días, todos esos días de calendario, de
vida por compromiso. Días que, como un presidiario se van tachando en nuestra
imaginación, esperando a los días de verdad; esos en que disfrutas cada
segundo, cada instante se hace eterno y la vida cobra sentido; esos son los
días de Riópar. Porque no es lo mismo despertarse en medio de un bosque de
edificios con buitres que hablan y lobos de dos patas, que comenzar el día
entre robustos pinos y un manto de naturaleza que se hace palpable en el
sentimiento. Porque vivir lejos de ti, Riópar, es como no vivir; como estar
alegre y no poder reír o estar triste y no poder llorar.
Según me voy alejando de camino a la
gran ciudad sé que atrás quedó lo mejor, los mejores momentos, pero al llegar,
de nuevo tristeza y soledad, y lo que es peor, una inmensa añoranza.
Aunque
quiero ser feliz, aquí no puedo; estoy lejos de ti cuando lo que más deseo es
estar contigo. No quiero que me olvides en mi ausencia, aunque a mí, por un
solo instante, me gustaría hacerlo.
Olvidar
esas calles rurales llenas de vida; olvidar los angostos y pedregosos caminos
por los que tantas veces, con la barjuleta a cuestas, he buscado todos esos
parajes de belleza singular que te rodean. Y olvidar las enormes bandadas de
estorninos que por las tardes anuncian tan lindas puestas de sol.
Muchas
veces, estando en la urbe, converso con mis amigos acerca del hermoso regalo
con el que la naturaleza nos ha obsequiado a todos los que tenemos la fortuna
de vivir en ti, y les explico cómo todos los días que ellos creen disfrutar
entre tumultos de gente y aglomeraciones de coches no son más que un mero
espejismo del conformismo al que están irremediablemente atados.
Entonces
les hablo de la magnificencia del Nacimiento del Mundo, de cómo, sin saber de
donde, a través de una enorme cueva, fluye un caudaloso manto de agua como si
fuera el llanto incombustible de la Madre Tierra por todo cuanto le están
haciendo sufrir. Y para que todos los intolerantes ciudadanos se den cuenta de
ello, deja caer sus lágrimas desde una altura de ochenta metros para, tras
reposar en dos calderas que ella misma ha fabricado en piedra, dejarse ver
formando una hermosa cola de caballo con la seguridad de que cualquiera que
allí vaya, nunca pueda olvidarlo.
Antes
de que les de tiempo a decir nada, les hago ver en su imaginación la rusticidad
del antiguo Riópar, describiéndoles las estrechas ruas de las que consta la
aldea, con sus moradas prácticamente en ruinas. Ruinas que si pudieran hablar,
sin duda no cesarían de relatar un sinfín de historias acerca de las batallas
que se debieron librar a los pies del castillo, allá por el siglo XIII; o sobre
los cristianos que con fervor se han acercado a rezarle a la Virgen de los
Dolores, desde hace ya cinco siglos, a la románica iglesia del Espíritu Santo.
Y cómo no, sin duda hablarían de cómo, día a día, los habitantes del pueblo
bajaban hasta la centenaria fábrica a trabajar el tan famoso bronce de Riópar.
No
obstante, sé que por más que yo les quiera explicar cuan maravilloso es el
sentimiento de vivir en Riópar, ellos nunca lo podrían entender, porque al fin
y al cabo, nadie les ha enseñado a apreciar las auténticas cosas buenas de la
vida. Esas cosas que para ellos son un mero pasatiempo de fin de semana son los
que hacen que los días sean algo más que veinticuatro horas. Y que son tan
simples como disfrutar de un espléndido paseo por las tranquilas calles del
pueblo, saludando a todo cuanto se cruce en tu camino, y sabiendo que, mires a
donde mires, sólo verás el fiel reflejo de la paz interior que es , para quien
sabe apreciarlo, la naturaleza que rodea al encantador conjunto de casas que
forman mi pueblo.
Tal
vez sea su ausencia lo que me invade de nostalgia cuando estoy en la ciudad, y
lo que hace que mi único consuelo sea escribir sobre lo mucho que echo de menos
no poder asomarme al balcón del Mundo que es para mí el Calar; o no poder en
definitiva, sentirme orgullosa de haberme levantado ese día de la cama,
sabiendo que he desperdiciado, de nuevo, un precioso tiempo de mi existencia.
En ocasiones me reúno con gente de aquí
que sufre la agonía de la distancia, y me cuentan historias tan curiosas como
las cabañuelas, esa extraña asociación que desde tiempo atrás se ha establecido
en relación con el clima entre los primeros días de agosto con los meses del
año, de manera que el uno de agosto equivale a enero, el dos a febrero, y así
sucesivamente hasta el doce que sería diciembre. Es por ello que a nadie de los
que aquí vivimos nos resulten insólitas las frecuentes tormentas de agosto, más
propias del invierno que de verano.
¿Y
después? Las canículas, del trece al veinticuatro, de diciembre a enero.
Crónicas
tan terribles como las atrocidades que cometieron con la imagen de la Virgen
durante la guerra civil.
Historias
tan hermosas como la leyenda del olmo de Riópar Viejo, o la de Juanillo el Oso.
O simplemente la leyenda de quien aprendió a vivir aquí, a saborear cada
segundo que pasaba caminando por el majestuoso Paseo de los Plátanos, con la
alfombra de naturaleza que en otoño forman las hojas; andando por la transitada
calle Valencia y recorriendo la orilla del río de la Vega.
Es
ahora estando tan lejos, cuando más echo de menos esos momentos en que, siendo
niños (y no tan niños), nos dedicábamos a recorrer todas y cada una de las
montañas que conforman el valle de Riópar.
La
primera de esas excursiones, contando con apenas siete años fue la fuente del valenciano, la misma que ahora,
a modo de procesión visitamos en las noches de verano para tomar un trago de
agua antes de irnos a dormir. Otra de esas correrías fue a las zorreras…Dios,
fue algo realmente impactante. Recorrimos los entresijos de la montaña, para al
fin, culminar nuestra hazaña con el mejor de los trofeos que podríamos haber soñado.
Un acogedor rincón poblado de hierba desde el que, tumbados, podíamos
contemplar, orgullosos la sobrecogedora vista panorámica que nos ofrecía aquel
paraje.
Todo
el valle, de norte a sur, de este a oeste…, los Picos del Oso, el Almenara, el
Padrón…
Creo
que esta imagen ha permanecido junto a mí todos estos años, al igual que la
brisa que por primera vez respiré en aquel lugar.
Y
por recordar, con especial cariño, las noches. Tan distintas a las de la
ciudad.
Noches
en las que todos alguna vez hemos jugado a imaginar que en cualquier momento
iba a salir un fantasma de Casa Nueva; alguna mano nos agarraría si nos
acercábamos al cementerio; o que un extraño híbrido saldría de entre los
matorrales que hay al lado del río.
Y
siendo más mayores, que hasta la mismísima Santa Compaña bajaría alguna de esas
madrugadas de invierno por la cuesta del legendario cementerio de Riópar Viejo…
Todas
esas emociones son las que hacen que cualquiera sienta que está vivo, y desee
con todas sus fuerzas que esos días no se escapen jamás del recuerdo, porque en
ellos hay algo que es merecedor de formar parte de nuestras vidas.
Para
mí, estos momentos tan preciados sólo tienen lugar en Riópar.
Tal
vez, eso es lo que hace que en mis recuerdos sólo encuentre situaciones y
lugares de allí, porque los demás días que he vivido aquí en la ciudad, no los
quiero, dejo que caigan en el olvido. Son espacios de tiempo que he
desperdiciado.
Esos
son los días que se van, los otros permanecen siempre junto a mí, esté donde
esté, este pequeño pueblo de la Sierra de Alcaraz estará siempre en mi
pensamiento.
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